martes, 30 de julio de 2013

Un cuento de sobremesa.



—Verás, cielito, desde hace un par de años vengo teniendo sueños tristes durante la siesta. Yo, una persona vitalista y activa que, como bien sabes, nunca me he rendido a la vejez ni al miedo a la muerte, tenía todos los días, en esos sueños de sobremesa, la certeza de que mi alegría de vivir era una mierda muy grande y me veía siempre absurdo ante la revelación  de mi insignificancia. El cielo azul de un día soleado era un estímulo visual y no cielo azul (¿qué coño era el color azul? ¿Y tu sonrisa?: una mueca macabra y sin sentido).Pues así con todo. Afortunadamente, después de despertarme, los pensamientos funestos se volatilizaban y solo dejaban un leve poso de confusión en algún lugar remoto de mi cerebro. Ahí estaban las zanahorias en la huerta y los cantos rodados en la arena de la playa dándole sentido a mi vida. Y tu bonita sonrisa. Así que hace una semana, a día 6 de marzo de 2011, decidí no dar esa cabezadita para evitar malos sueños y en vez de eso salí a dar un paseo por la playa y los malditos cantos rodados no tenían ni puta gracia, el cielo azul era más idiotizante que nunca y solo pensar en mis hortalizas se me revolvió el estómago. Pasaron las horas y no había manera de recuperar el optimismo. La había jodido bien. Me acosté por la noche esperando amanecer despertando al día siguiente de un mal sueño pero esa mañana, al ir a calzarme las zapatillas, sentí un asco indefinible de mis pies y los haces de luz que entraban por los agujeritos de las persianas me aterrorizaron. En fin, que eso es todo. La hora de la siesta es la hora de la verdad y por eso es importante estar durmiendo, así que sé buena y duerme una siesta siempre después de comer porque el día que dejes de hacerlo se te revelará la inmundicia en que vives y ya nunca recuperarás la paz de espíritu. ¡¡A dormir!!
El viejo le pasó la mano por la cabecita a su nieta. Le dio un beso en la frente y salió de la habitación arrastrando las zapatillas mientras rumiaba “un asco, todo es un asco”. La niña miró el  trocito  de azul del cielo que asomaba en la ventana y vio que todavía era gratificante. Cerró los ojos. Pasaron unos minutos y volvió a abrirlos para comprobar que el azul del cielo seguía siendo gratificante.

miércoles, 24 de julio de 2013

El prólogo de Gallota para "Donde hay globos hay alegría"




El lado oscuro (y húmedo) de grandes estrellas de la Fox
 
“¿Es que los dibujantes esos que tanto te gustan no saben pintar más que porquerías? Franceses tenían que ser...” A mi padre no le faltaba razón: muchos de mis dibujantes favoritos –Moebius, Crumb, Corben, Boucq– eran, ya entonces, bastante cochinos para la media de aquella España, tan ingenua, inexperta, preadolescente y granujienta como yo... O tempora, o mores! Si los comparásemos hoy con Javi Guerrero, ese hombre, la mayoría nos parecerían dibujantes de la factoría Disney.

¿He dicho dibujantes de la Disney? Bueno, aquellos tipos talentosos y estajanovistas no eran todos –ni siempre– tan ñoños como nos hacían creer sus princesas de rizos dorados y blancas voces. Recuerdo haber leído hace años no sé dónde un reportaje que contaba cómo, desde los buenos viejos tiempos del tío Walt, algunos animadores –probablemente asfixiados por la censura, por el coñazo de la proverbial corrección política de la casa o, simplemente, por hacer un poco el gamberro– se dedicaban, por las noches, los fines de semana, cuando los jefes no los veían (o precisamente para ellos, vete a saber), a producir algo parecido a eso que los fotógrafos de la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones) llaman “planos guarros”: en este caso, escenas muy subidas de tono, protagonizadas contra su voluntad por las más grandes estrellas del estudio y destinadas a ser exhibidas clandestinamente, entre vapores de tabaco y alcohol, en sesiones golfas con compañeros o con amigotes de la máxima confianza, pues se jugaban el empleo y la honra.

En una de aquellas desvergonzadas subproducciones, auténticas piezas de museo que ningún museo se atrevería a publicitar en su catálogo, un gimnástico Mickey le daba a una Minnie muy traviesa –o viceversa– más satisfacciones que en ningún otro título de su fecunda filmografía conjunta. En otra, Donald jugaba a los veterinarios con Pluto, mientras Goofy le demostraba a Daisy que, aunque le hubiesen encasillado en papeles de pringao, los tenía literalmente muy bien puestos.

Cuando leí “Mi Marisa es un ángel”, (si no lo habéis leido no sois personas), me acordé de aquello. Y empecé a sospechar.

Ahora lo sé. Tras la barba postiza, el impostado acento playu y el cuento del ictus para disimular su maestría con el lápiz estuvieron siempre esos ojos achinados, que ya no engañan. Javi Guerrero, aka Yodel Song, es en realidad un antiguo animador coreano de los Simpsons, despedido por la Fox tras descubrir bajo su mesa demasiado vino de cartón y seis discos duros con decenas de “planos guarros” de unos Simpsons falsarios y lenguaraces. Sí: Mariano fue una vez Homer. Y Marisa, Marge. Y el Bar de Moe es ese bar en el que parecen vivir Dangerous Man y su pandilla de descerebrados.

Y donde hay globos hay alegría, pero también una cochina obra de arte.
Lo dice Gallota

Perritos calientes y la luna llena


Venden perritos calientes desde hace 30 años y está petado. La mujer que lo lleva desde hace 30 años con su marido le dice a un cliente, pongamos, catalán, que ahí está su hamburguesa que lo ve muy parado y su señora se ríe y dice que hace rato que lo ve salivando. La mujer de los vikingos tiene seis perritos cociendo y veo que se le van los ojos al hombro de una niña de unos diez años:
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—Yo tengo siempre muchos tatuajes de esos —dice la de los vikingos

La niña se descojona y dice (con acento madrileño) que se cayó de la moto, y le enseña otro moratón que tiene en la pierna. “Pasé este verano de la bici a la moto y me caí mil veces” dice la nena.

—Ya me hubiera gustado a mí  a tu edad tener una moto de la que caerme —responde la vikinga mientras sirve dos perritos, uno con tomate y mostaza y el otro con brava y mostaza, a la vez que se le va la mirada a una señora que hace un gesto de dolor  al notar en su pie el peso de la pata de un taburete que su hijo de 9 años le acaba de poner encima. No grita pero se duele. Son las 23:11.
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—No grites que hasta las 12 no se puede gritar en este local— dice la vikinga a la señora, que se ríe ­—. A partir de las doce puedes gritar lo que quieras — y me pone la hamburguesa en la mano y le pago la caña y la hamburguesa y al darme la vuelta me da también una gominola de fresa ­—Te gustaban de fresa ¿no?

Hacía un año que no iba por allí .

El marido se ríe de todo y habla de algo con otro tipo al que estoy seguro que acaba de conocer.

Me pregunto cómo no se acercan por allí todos los autores de libros de autoayuda y los positivistas y optimistas, a que esa pareja les enseñe alguna cosa. Me guardo la gominola en plan talismán en el bolsillo.

Hasta que se pudra.

Luego llego a casa y me asomo a la ventana y está esa luna. Pero no quiero ser un optimista de mierda ni un visionario. La pareja de los vikingos es así porque es así.
 Asomaros a la ventana que está la luna enorme y el que llore al verla que no sufra, el que se ría que lo disfrute y al que no le guste que se joda.

lunes, 15 de julio de 2013

El dependiente del carrefour

En una ocasión le pregunté por un aparato de tdt a un dependiente de Carrefour y dio dos golpecitos con el dedo a uno de los que había en la estantería. Le pregunte nuevamente por alguna cuestión técnica y dio dos golpecitos sobre la caja. Le pregunté si había dejado el litio sin consultarle a su médico y dio dos golpes sobre la caja. Me alejé y luego, al pasar nuevamente por allí, lo vi parado en el mismo sitio, dándole dos golpecitos a la caja.

miércoles, 10 de julio de 2013

CREÍA QUE LOS CAMAREROS NO ERAN PERSONAS.



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—Mire, señorita, cuando era niño pensaba que los camareros no eran personas de verdad. Pensaba que eran como una especie de esclavos que traían de algún sitio para servir a las personas reales. Pensaba que eran huérfanos o gente afectada por alguna merma, muertos de hambre o cosas así. Se quedaban tan sonrientes y serviciales y atendían de una manera tan rastrera  nuestros caprichos que llegué a perderles el respeto por completo y recuerdo que una vez le escupí trozos de pan amasados en la boca a uno y mi madre me dijo que eso no se hacía. “¿El qué, escupir bolas de pan o escupírselas a los camareros?”, dije yo. Así pasaron los años y me hice adolescente pensando que los camareros no eran personas y, pese a que a veces les concedía esa categoría a algunos de ellos, no conseguía verlos como a iguales ni cuando me cruzaba con alguno de algún bar que frecuentaba, en una tienda o en un pub nocturno, y lo veía riéndose, bailando o comprándose  unos calzoncillos. La primera vez que tuve la impresión de llevar toda mi vida equivocado respecto a ellos fue como un puñetazo en la boca. Tenía yo 18 años y me encontré en un bar de copas con el camarero de la sidrería a la que nos llevaba mi padre. Siempre lo veía ir de una mesa a otra como una puta rata sirviendo culinos de sidra y me parecía asombroso vivir en una sociedad que podía permitirse esclavos que echaran el líquido de la botella al vaso para que se lo bebieran las personas normales. Pues ahí lo tenías, morreándose con una chica muy guapa y fumando porros y bebiendo tequila a dos manos y además el camarero del bar le servía como a una persona.¡¡UN CAMARERO SERVÍA A OTRO CAMARERO!! Me saludo y me hice el loco. Insistió y se acercó a mí y me dijo que me conocía de la sidrería y yo le dije que ya veía que tenía una doble vida y que le dejaban esparcirse como a una persona normal. “¿Y tus jefes saben que te haces pasar por una persona normal en tu tiempo libre y andas por ahí cortejando y bebiendo? ¿Les molestaría si lo supieran? ¿Cuando haces de criado en la sidrería estás todo el rato contento o a veces sonríes de mentira? Quiero que sepas que yo pienso que nadie debería servir a otras personas y espero que algún día os den un salario o algo”, le dije, con la más empática de mis sonrisas. Por eso digo que fue como un puñetazo en la boca, porque me amenazó con dármelo si no me iba por ahí a joder a mi madre. De todas formas no fue entonces cuando me convencí de que los camareros también eran personas. Verá, señorita, no es lo mismo tener una opinión sobre algo, una opinión elaborada tras sesudos razonamientos, que una creencia. Las creencias están grabadas con huella indeleble en el cerebro y es muy difícil deshacerse de ellas y adoptar otras. Y la idea de que los camareros no eran personas no era una opinión sino una creencia. Fue necesario un puñetazo en mi cerebro y no en mi boca para que finalmente aceptara que había estado equivocado durante toda mi vida. Mi padre me consiguió un trabajo para el verano (sí, lo ha adivinado usted, un trabajo de camarero en un hotel) y cuando me vi con aquel disfraz sirviendo a las personas, rebajado a la categoría de esclavo, pensé que el mundo, tal y como lo conocía, había desaparecido para siempre y ahora ya nada me ataba a la vida real. Solo era un paria y mi vida solo podría ir a peor. En el vestuario les pregunté a los compañeros si tenían padres o si alguien les había secuestrado y obligado a realizar estas tareas humillantes, quería saberlo todo, ahora que formaba parte de ello, y les dije que en mi caso la culpa era de mi padre, que probablemente había perdido la razón y me había vendido como camarero. Me miraron como si hubiera una rana croando sobre mi cabeza. Durante los meses siguientes agudicé el oído y todos mis sentidos, y mi cerebro fue moldeándose y adaptándose a la situación. De alguna manera mis neuronas se habían organizado para darme una nueva versión de la situación que resultara soportable, porque el cerebro humano, señorita, es una caja de sorpresas con una capacidad de adaptación infinita. Ahora se había invertido la situación y eran los clientes los que no eran personas. Hacían cosas absurdas, pedían bebidas insensatas y sus caprichos no parecían tener límites. Mas hielo, una piedra menos, del tiempo y con hielo, café solo con unas gotas de leche, cortado corto de café, un poco más de leche fría y ahora caliéntamelo que se ha quedado frío. Se me ha caído el vaso. Anís después del vino y vino después del café. Llegaban cuando las sillas estaban sobre las mesas y el suelo fregado, pretendiendo cenar. Eran unos monstruos sin conciencia. Incluso una vez un niño me lanzó trozos de pan amasado. ¿Qué quiere que le diga señorita? Después de esa experiencia comprendí que la humanidad estaba compuesta por tarados maleables que cambiaban de taras según estuvieran en el equipo de los camareros o en el de los clientes. Así de sencillo es el mundo y así se lo he explicado, señorita.
—¿Y qué me dice de las camareras? solo me ha hablado usted de camareros. —dijo la camarera, que había escuchado en silencio mi discurso, mientras me servía uno, dos y tres vinos.
—Pues creía que eran putas, pero es un tema que todavía tengo sin resolver.
Me miró como si sobre mi cabeza hubiera una rana croando. Sonrió, me puso otro vino y dijo:
—A este invita la casa —. Y arqueó las cejas y miró al cielo en un gesto que me recordó a mi Marisa.
Ya está. Las camareras no son putas.