miércoles, 10 de julio de 2013

CREÍA QUE LOS CAMAREROS NO ERAN PERSONAS.



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—Mire, señorita, cuando era niño pensaba que los camareros no eran personas de verdad. Pensaba que eran como una especie de esclavos que traían de algún sitio para servir a las personas reales. Pensaba que eran huérfanos o gente afectada por alguna merma, muertos de hambre o cosas así. Se quedaban tan sonrientes y serviciales y atendían de una manera tan rastrera  nuestros caprichos que llegué a perderles el respeto por completo y recuerdo que una vez le escupí trozos de pan amasados en la boca a uno y mi madre me dijo que eso no se hacía. “¿El qué, escupir bolas de pan o escupírselas a los camareros?”, dije yo. Así pasaron los años y me hice adolescente pensando que los camareros no eran personas y, pese a que a veces les concedía esa categoría a algunos de ellos, no conseguía verlos como a iguales ni cuando me cruzaba con alguno de algún bar que frecuentaba, en una tienda o en un pub nocturno, y lo veía riéndose, bailando o comprándose  unos calzoncillos. La primera vez que tuve la impresión de llevar toda mi vida equivocado respecto a ellos fue como un puñetazo en la boca. Tenía yo 18 años y me encontré en un bar de copas con el camarero de la sidrería a la que nos llevaba mi padre. Siempre lo veía ir de una mesa a otra como una puta rata sirviendo culinos de sidra y me parecía asombroso vivir en una sociedad que podía permitirse esclavos que echaran el líquido de la botella al vaso para que se lo bebieran las personas normales. Pues ahí lo tenías, morreándose con una chica muy guapa y fumando porros y bebiendo tequila a dos manos y además el camarero del bar le servía como a una persona.¡¡UN CAMARERO SERVÍA A OTRO CAMARERO!! Me saludo y me hice el loco. Insistió y se acercó a mí y me dijo que me conocía de la sidrería y yo le dije que ya veía que tenía una doble vida y que le dejaban esparcirse como a una persona normal. “¿Y tus jefes saben que te haces pasar por una persona normal en tu tiempo libre y andas por ahí cortejando y bebiendo? ¿Les molestaría si lo supieran? ¿Cuando haces de criado en la sidrería estás todo el rato contento o a veces sonríes de mentira? Quiero que sepas que yo pienso que nadie debería servir a otras personas y espero que algún día os den un salario o algo”, le dije, con la más empática de mis sonrisas. Por eso digo que fue como un puñetazo en la boca, porque me amenazó con dármelo si no me iba por ahí a joder a mi madre. De todas formas no fue entonces cuando me convencí de que los camareros también eran personas. Verá, señorita, no es lo mismo tener una opinión sobre algo, una opinión elaborada tras sesudos razonamientos, que una creencia. Las creencias están grabadas con huella indeleble en el cerebro y es muy difícil deshacerse de ellas y adoptar otras. Y la idea de que los camareros no eran personas no era una opinión sino una creencia. Fue necesario un puñetazo en mi cerebro y no en mi boca para que finalmente aceptara que había estado equivocado durante toda mi vida. Mi padre me consiguió un trabajo para el verano (sí, lo ha adivinado usted, un trabajo de camarero en un hotel) y cuando me vi con aquel disfraz sirviendo a las personas, rebajado a la categoría de esclavo, pensé que el mundo, tal y como lo conocía, había desaparecido para siempre y ahora ya nada me ataba a la vida real. Solo era un paria y mi vida solo podría ir a peor. En el vestuario les pregunté a los compañeros si tenían padres o si alguien les había secuestrado y obligado a realizar estas tareas humillantes, quería saberlo todo, ahora que formaba parte de ello, y les dije que en mi caso la culpa era de mi padre, que probablemente había perdido la razón y me había vendido como camarero. Me miraron como si hubiera una rana croando sobre mi cabeza. Durante los meses siguientes agudicé el oído y todos mis sentidos, y mi cerebro fue moldeándose y adaptándose a la situación. De alguna manera mis neuronas se habían organizado para darme una nueva versión de la situación que resultara soportable, porque el cerebro humano, señorita, es una caja de sorpresas con una capacidad de adaptación infinita. Ahora se había invertido la situación y eran los clientes los que no eran personas. Hacían cosas absurdas, pedían bebidas insensatas y sus caprichos no parecían tener límites. Mas hielo, una piedra menos, del tiempo y con hielo, café solo con unas gotas de leche, cortado corto de café, un poco más de leche fría y ahora caliéntamelo que se ha quedado frío. Se me ha caído el vaso. Anís después del vino y vino después del café. Llegaban cuando las sillas estaban sobre las mesas y el suelo fregado, pretendiendo cenar. Eran unos monstruos sin conciencia. Incluso una vez un niño me lanzó trozos de pan amasado. ¿Qué quiere que le diga señorita? Después de esa experiencia comprendí que la humanidad estaba compuesta por tarados maleables que cambiaban de taras según estuvieran en el equipo de los camareros o en el de los clientes. Así de sencillo es el mundo y así se lo he explicado, señorita.
—¿Y qué me dice de las camareras? solo me ha hablado usted de camareros. —dijo la camarera, que había escuchado en silencio mi discurso, mientras me servía uno, dos y tres vinos.
—Pues creía que eran putas, pero es un tema que todavía tengo sin resolver.
Me miró como si sobre mi cabeza hubiera una rana croando. Sonrió, me puso otro vino y dijo:
—A este invita la casa —. Y arqueó las cejas y miró al cielo en un gesto que me recordó a mi Marisa.
Ya está. Las camareras no son putas.           

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