miércoles, 19 de febrero de 2014

Hospital



—Puede tratarse de una oclusión intestinal causada por el tejido cicatrizal. Los intestinos pueden a veces a pegarse incluso años después de haber sido operado.
Me habían operado de una oclusión intestinal en 2008 y, exceptuando a la enfermera de las gafas de montura roja y ojos azules, a la chatita monísima y a la becaria vergonzosa, se puede decir que había sido una experiencia desagradable, larga y dolorosísima. Un día, antes de apagarme la luz, aparecieron la de gafas rojas y la chatita en la habitación y me preguntaron si me hacía falta algo, lo que fuese (me sorprendió tanta diligencia).
—Solo quiero que desaparezca el hambre en el mundo y que haya paz y bienestar—dije, al más puro estilo Miss Teruel diciendo sus palabras de recién coronada.
Más tarde, de noche, aparecieron las maduritas. Estaban bastante buenas pero se veía que habían perdido parte de la alegría de vivir. Se pusieron una a cada lado de la cama. Una cambió el gotero y la otra no me acuerdo, y no sé por qué padecí una erección espontanea. Pensé por un momento en sacar las manos de las sábanas y agarrar sus chuminos. Enseguida captarían la sutil indirecta y una se sentaría sobre mi cara y la otra sobre mi polla. En esto se abrirían los puntos de sutura y moriría desangrado ahí mismo, con las vísceras expuestas, mientras ellas gritaban de placer. Mantuve las manos bajos las sábanas, con los puños apretados y los brazos pegados al cuerpo para evitar que hicieran nada por su cuenta. Se fueron y me hice una paja añorando lo que no había ocurrido. Los puntos no se abrieron.
Otro día apareció la becaria. Tenía la voz ronca y rubores en las mejillas que me hacían pensar en los de sus nalgas. Venía a limpiarme los puntos.
—Tranquilo, que no te voy a hacer daño, voy despacio —dijo (debió notar cierta tensión en mi abdomen al tocarme)
Le susurré:
—Puedes hacerme todo el daño que quieras si a la vez me dices que he sido un niño malo y me vas a tener que castigar.
Se puso colorada y no volvió a aparecer más por allí.
La verdad es que había adelgazado 15 kilos y mi mente enferma me hacía verme como un hombre al que todas deseaban. Me faltaba comida, había sufrido espantosamente con mi vientre hinchado y el cerebro no funcionaba con normalidad. Adivinaba coqueteo donde solo había amabilidad profesional o quizás algo de simpatía por haber sido un paciente paciente e incluso estoico.  Recuerdo que unos días después de salir del hospital me compré un merengue porque con la carencia le había cogido gusto al dulce y me senté en un banco a comérmelo. Vi por el rabillo del ojo a un yonki vestido como yo comiéndose un merengue en un banco. Era mi reflejo en un escaparate..
Pero divago. El médico me dijo que si se me hinchaba el vientre fuera a urgencias y al día siguiente creí notar que mi vientre se hinchaba. Me aterraba la idea de ingresar y operarme así que, ya en casa, estuve pensando en una solución expeditiva, me metería una cable largo por el culo y desharía yo mismo la oclusión. Miré a mi alrededor y, a dios gracias, no encontré ningún cable susceptible de ser utilizado para ese fin. Cogí los blocks de dibujo, los rotus, el cepillo de dientes, algo de lectura y una muda, los metí en la mochila y me fui al hospital.
Me hicieron un análisis de sangre y orina. Una enfermera muy guapa y simpática de gafas tardó un poco más de la cuenta en poner el tapón a la vía y salió la sangre a chorro.
 —¡Madre, cuánta sangre! — dijo, riéndose.
—Es verdad, parece mentira ­—dije, por decir algo.
Me metieron un frasco de nolotil. Apareció un amigo del barrió y me llevó a hacerme unas radiografías. El P., se llama el colega. Es radiólogo o auxiliar técnico o lo que sea y nos corrimos unas cuantas juergas de chavales y no tan chavales. Un día fuimos a ver un concierto de Mark Knopfler al pabellón de los deportes y me senté en unas escaleras para no estar de pié. Solo escuchaba la música y veía algo a ratos a través de un panel traslúcido que se interponía entre mi cabeza y el escenario.
—Pareces un yonki tarado, mirando el concierto a través de un panel —me dijo —¿Tú estás seguro de que no tienes alguna minusvalía por la que puedas cobrar una paga?
Era verdad. Hacía tiempo que buscaba la manera de jubilarme por tarado.
—No respires….respira —me dijo el colega al hacerme la radiografía
—…
—Eh, tienes unas grapas por ahí desperdigadas, ven, entra a verlas en el monitor.
Era verdad.
—¿Y son la causa de la oclusión?
—No, joder, no se ve ninguna oclusión, esas grapas te las pusieron cuando te operaron.
—¿Seguro? ¿Esa de ahí no está muy alta? —dije, aprensivo.
—Yo qué sé.
—¿Y eso qué es?
—Heces.
—Qué aséptica parece la mierda en blanco y negro. ¿Y esas manchas?
—Gases.
—¿No hay mucha sangre en el tubo de mi gotero?
—Tranqui, ¿no sabes lo que son los vasos comunicantes?
Al quitarme el gotero de nolotil, se dejaron el tapón mal cerrado y la sangre empezó a correr. Solo fui a descartar una obstrucción intestinal pero finalmente iba a morir desangrado en aquella silla blanca. 
—¡¡Enfermera que se está saliendo la sangre de la vía!!
—Imposible —dijo una voz indiferente desde detrás de un biombo.  
—¡Pues yo juraría que el reposabrazos era blanco! Ahí lo tienes, eso sí le picó la curiosidad. Por supuesto que la sangre no había llegado al reposabrazos pero aparecieron tres y no una a arreglar el desperfecto.
Un rato después apareció la médica. No habían encontrado nada.
Ya en casa, me senté en el sofá. El dolor persistía y ahora era de dudosa procedencia.
Abrí una lata de callos y una botella de vino.